ALGO SOBRE MI EXPERIENCIA LITERARIA
(Testimonio de Manuel Rojas)
Algunas
personas me han preguntado, al entrevistarme como escritor, cuándo nací y en
dónde, cuándo escribí mis primeras poesías o mis primeros cuentos, cuántos
hijos tengo y cuáles son mis autores predilectos. Nunca se me ha preguntado por
qué escribí y cómo lo hice o lo hago. El primero en hacerme esa pregunta fui yo
mismo, y, con gran sorpresa de mi parte, no supe qué contestarme, y aún ahora,
después de haberlo pensado varias veces, no tengo una respuesta satisfactoria.
Al
reflexionar sobre este asunto debo remontarme a mis primeras lecturas. Comencé
a leer libros de creación literaria a los doce años. Nadie me indujo a ello y
no tuve, como otros niños, quién me regalara libros. Vivía entonces en la
ciudad de Rosario, en Argentina. En el trayecto entre mi casa y el colegio a
que asistía se hallaba un negocio en cuya vitrina descubrí cierta tarde un
libro cuya carátula me atrajo: se veía en ella un salvaje que era alcanzado, en
plena carrera, por una flecha que le hería la espalda.
Pensé
varias semanas mirando esa carátula, hasta que se me ocurrió que podía comprar
el libro. Entré y pregunté el precio: una fortuna de veinte o treinta centavos.
Mi madre me daba, al irme al colegio, una moneda de dos centavos o una de un
centavo, y con esa moneda compraba yo dulces o cigarrillos. Me propuse
economizar algo de la moneda de dos centavos, no de la de uno, que no se
prestaba sino a economías absolutas o derroches absolutos, y fumando menos y
privándome de golosinas reuní la suma necesaria, con la cual entré a la
librería y retiré el libro. Ya en la calle me enteré de que se trataba de la
segunda parte de una novela titulada Los náufragos del Liguria, el autor
era Emilio Salgari. No me desanimé. Leí el volumen y comencé a economizar de
nuevo.
Uno
o dos años después, mientras seguía leyendo lo que compraba a duras penas, me
sucedió lo que, un poco deformadamente, he contado en Hijo de ladrón:
durante un tiempo mi madre arrendó dos habitaciones en la casa de una señora
cuyo único sostén era aquella propiedad, de la que arrendaba las habitaciones
principales, reservándose una construcción de madera, separada del cuerpo
principal del edificio, que su marido había levantado para utilizarla como
depósito. Al quedar viuda, hizo arreglar ese galpón y lo convirtió en una pieza
a la que agregó una cocina y un gallinero, disponiéndose a pasar allí el resto
de sus días. La construcción estaba en el fondo del terreno, rodeada de un
jardincito y cerrada por una reja. Yo iba a veces a mirar a la señora, al
jardín y a los árboles entre los cuales había algunos durazneros. Un día,
maduros ya los duraznos, fui a echar una ojeada: la señora trataba de leer un
diario. Me invitó a entrar y me preguntó: "¿Sabe leer?". Le contesté
que sí, y entones se quejó de que apenas podía hacerlo; se cansaba y le dolía
la cabeza. "En este diario sale un folletín muy bueno", agregó. Yo no
sabía lo que era un folletín y miraba una rama llena de duraznos. Me preguntó:
"¿Quieres sacar algunos? Saque. Hay muchos. "Saqué dos o tres, y
mientras los comía se me ocurrió ofrecerme para leer el folletín: era una
manera de retribuirle los duraznos y de asegurarme otros para el futuro. El
verano es largo y la fruta es siempre cara para los pobres. Aceptó mi
proposición y me alcanzó el diario. Lo tomé y leí de un tirón todo lo que había
que leer. Al día siguiente se repitió lo del anterior: comí los duraznos y leí
el folletín y así ocurrió hasta después de que se acabara la fruta. La
curiosidad me tomó, sin embargo, y quise enterarme de lo que había ocurrido
antes. La señora, que lo tenía recortado, me lo facilitó. Tenía recortados,
además, otros folletines, que me prestó, y entre los cuales aparecieron novelas
de varias nacionalidades. En poco tiempo conocí un mundo que Salgari, autor de
novelas cuya acción transcurre al aire libre, no me pudo presentar.
Mi
placer por la lectura
Seguí
leyendo, sin tener quién me aconsejara sobre lo que debería leer y sin más
interés que el placer que me proporcionaba la lectura. Dos años después,
alrededor de 1910, abandonados los estudios y obligado a ganarme la vida,
llegué a Mendoza, ciudad en la que hice amistad con obreros anarquistas, entre
quienes había uno, de profesión tipógrafo, que me tomó gran aprecio y que me
proporcionó libros de otro carácter. Conocí entonces a Víctor Hugo, cuya Leyenda
de los siglos leí dos o tres veces; a Vargas Vila, a Eduardo Zamacois y a
otros. Por ese tiempo trabajaba como pintor, sin que me asustara la
electricidad o el acarreo de cajones en las vendimias mendocinas. Después de
dos años en Mendoza y luego de trabajar como peón en el Ferrocarril
Transandino, en Las Cuevas, atravesé a pie la cordillera y llegué a Chile,
trabajo y travesía que he contado en mi cuento Laguna y recordado en Hijo
de Ladrón.