VICISITUD

 VICISITUD

Miré mi reloj, 2:30 de la tarde y ningún miserable bus pasaba. La situación se tomaba desesperante. Llevaba esperando ya media hora en el paradero del colegio. Los demás escolares miraban con creciente pánico el fondo de la avenida esperando divisar el destartalado perfil de un micro. Nada. Iba perdiendo las esperanzas, cuando levante mi angustiada mirada y… y… el corazón me dio un vuelco. ¡No podía creerlo! Me volví con rebosante júbilo a mis compañeros y cuando vi sus ojos iluminados por la emoción comprendí que no estaba alucinando. “¡Es un micro!”. Grité. El vehículo se acercaba poco a poco, e increíblemente paró frente a nosotros (creo que fue porque alguien se puso en medio de la pista). Como movido por un resorte me abalancé al vehículo. Subí el primero y detrás de mí una veintena de incontrolables colegiales dispuestos a todo con tal de subirse.

 

Comenzó mi terrible odisea

Yo estaba en medio del micro mientras delante de mí había mucha gente y detrás más todavía. Entonces me arrepentí en el alma de haberme subido. La odisea consistía ahora en llegar a la puerta de bajada que estaba a tres kilométricos metros de mí.

 

Comencé mi aventura. Jalé las tiras de mi pisoteada mochila. Se había atracado. Tiré de ellas con más fuerza y sentí un desgarramiento. Me temí lo peor. Mis sospechas se vieron confirmadas al ver que las pobres tiras de mi mochila se habían roto.

 

Yo estaba en medio del micro, mientras delante de mí había mucha gente y detrás más todavía. Además de eso, mi mochila era llevada a patadas y pisotones por los recónditos rincones del micro y yo tenía que buscarla. Alargué mi mano y la busqué al tanteo. Traté de conservar la calma y apunté a otro sitio. Toqué algo. “¡La encontré!”, me dije triunfante. Pero lo que toqué no había sido mi mochila porque una señora volteó furiosa y me dijo aterrorizada: “¡Atrevido!”.

 

Me encogí avergonzado y seguí buscando mis pertenencias con mi mano marcada con los dedos de la desconocida. “¡Esta vez sí la encontré!”, me dije con menos seguridad que la primera vez, pero felizmente, en medio de mis desgracias encontré lo que estaba buscando.

 

En ese momento, un sexto sentido me dijo que debía mirar por la ventana y lo hice. Descubrí con los ojos inyectados de sangre que le paradero donde debía bajar pasaba a toda velocidad y yo no había bajado. Peor aún, no había avanzado un solo centímetro.

 

Yo estaba en medio del micro, mientras delante de mí había mucha gente y detrás de más todavía. Además de eso, mi mochila estaba rota. Y además de eso, en mi mano se podía freír un huevo por el manotazo que recibí. Y por si esto fuera poco, ahora me encontraba gritando inútil y desesperadamente: “¡Bajo en la esquina!”.

 

Lo que sucedió luego no lo recuerdo bien. Ni siquiera recuerdo cómo llegué hasta la puerta. Sólo me acuerdo vagamente que pasé por encima de una anciana y me colé por las piernas de un hombre grandazo, o no sé si fue al revés. Lo cierto es que logré salir disparado de ese infierno sobre ruedas.

 

Ya no estaba yo en medio del micro con cuchucientas mil desdichas encima, sino que HABIA LOGRADO BAJAR. Claro, a quince cuadras de mi casa, pero bajé y emprendí el camino hacia mi acariciado destino.

En el camino pensé que todas las cosas deberían tener un lado positivo. No encontré en ese momento el lado positivo de mi tortuosa aventura, pero, llegando a casa, metí la mano en el bolsillo y

-¡chispas!- lo hallé: ¡NO PAGUÉ EL PASAJE!

 

 

 

 

 

 

LA AMANTE DE LA CULEBRA

 

Era la única hija de un matrimonio. Todos los días iba a la montaña a cuidar el ganado. El padre y la madre no tenían más hijos que ella. Y por eso la mandaban día a día a pastar el ganado. La moza era ya casadera, muy desarrollada y hermosa. Cierto día, en la cumbre de un cerro, se le acercó un joven muy fino, muy delgado.

- Sé mi amante - le dijo. Y siguió hablándole de amor.

Viéndolo alto y vigoroso, la joven aceptó. Desde entonces se veían en la montaña; ahí se amaban.

- Quiere que me traigas siempre harina flor, tostada – dijo el mozo a la pastora.

Ella cumplió el encargo de su amante. Y le llevaba harina flor cocida, todos los días. Comían juntos. Se servían el uno al otro. Así vivieron durante mucho tiempo. El mozo caminaba y corría de bruces, se arrastraba como si tuviera muchos pies menudos. Es que no era hombre. Era una serpiente, pero para ella semejaba un mozo delgado y alto.

La moza quedó encinta y dijo al joven:

- Estoy embarazada. Cuando lo sepan mis padres me reconvendrán y me preguntarán quién es el padre de mi hijo. Debemos decidir, si vamos a mi casa o a la tuya.

 

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