LA CUCULI AGRADECIDA

                    LA CUCULI AGRADECIDA


 


Dos muchachos de mala índole, acostumbrados a martirizar a los animales, fugaron

del hogar, llevando consigo al menor de sus hermanos con engaños y halagos, en la

esperanza de librarse del trabajo de la chacra y de ayudar a sus ancianos padres, viviendo

en la vagancia y ociosidad.

Viajaban a toda prisa, temerosos de que les dieran alcance, y coléricos por no poder

alargar las jornadas cortas que hacían a causa del chicuelo siempre retrasado.

Fatigáronse a su vez; agotadas las provisiones y sin rumbo, muertos de hambre, y

extraviados en la puna, se pusieron a descansar.

Lanchi, que éste era el nombre del chicuelo, arrepentido de haber cedido a la

seducción, quedóse profundamente dormido.

Tramaron los perversos la manera de deshacerse de ese estorbo que les consumía

el fiambre y los traía mortificados con su llanto y los ruegos para regresar a la casa. Había

llegado la oportunidad de poner en práctica sus designios y concertaron los medios para

desembarazarse de él. El más desalmado opinaba por matarlo porque, decía, así no avisará

ni habrá quién guíe a nuestros perseguidores. El otro, optaba porque mejor sería quitarle

los ojos, y comérselos en seguida. Vacilaban en la elección, cuando Yahuar, veloz como

el rayo, se abalanzó y sujetando fuertemente las manos contra el suelo, doblaba la rodilla

en el cuello, aseguraba la inmovilidad del chico. Despierta éste desesperado y haciendo

esfuerzos inútiles pugnaba por desasirse de su hermano que, airado y furioso, le estrechaba

más y más.

La pobre criatura con la faz amoratada, vultuosa la cara, cárdenos los labios de

asfixia, dejaba escapar roncos estertores que partían de un pecho anheloso, pugnando

desesperado por rechazar la sofocadora opresión. Aterrorizado, con las ansias del ahogo,

las órbitas inyectadas precipitábase de sus cuencas; asegurado como estaba, salta el otro

hermano con la mirada torva, crispados los dedos, y así como el buitre que con su corvo

pico arranca los mortecinos ojos velados por el temor del agonizante corderito preso entre

sus garras, así se Ios coge, los retuerce, los desgarra y se los arranca, feroz, cegándole

para siempre.

Más crueles que jaguares, no se conmovieron ante los desgarrados alaridos de su

víctima, ni les inquietó a los verdugos la vista del horripilante espectáculo; en su frenético

delirio de sangre, cual voraces fieras, devoraron los despojos palpitantes todavía, como

para borrar la imagen de su horrendo crimen impreso en la dilatada pupila del espanto.

Mudos, sin remordimiento, presurosos se alejaron los monstruos, perseguidos de

sus tétricas sombras.

Taciturno ante la magnitud de su sufrimiento, yerto, exánime, yacía el desgraciado

huerfanito, teñida la piel de sangre que borbotea a través de las hendiduras de los párpados,

contraídos por el dolor, como el agua que a borbotones mana del arroyo por entre las

grietas de la resquebrajada peña.

Rompe el sepulcral silencio, los melodiosos acentos de un corazón tierno a su

quebranto, cantando:

¡Urpay. . .cucuy. . . tanran!

¡Urpay. . . cucuy. . . tanran!

Se incorpora, ciego y desamparado, vaga, a tientas dirige sus vacilantes pasos hacia

donde resuenan esos ecos de simpatía a sus ayes de dolor, y tropieza con un queñual, de

cuya cima partía esa llamada cariñosa, esos suspiros a su soledad y abandono. Abraza el

árbol con fruición; trepa el cieguito y coge a la cuculí enredada en su nido que, al sentirse

prisionera, implora perdón: procura desarmarlo con sus ruegos a fin de que no la sacrificara

y sollozante le dice: “¿Qué mal te he causado? ¿Soy acaso como los hombres que entre

hermanos se destrozar y se matan? Suéltame; te consolaré en tu aflicción con mi arrullo”:

¡Urpay. . .cucuy. . .tanran!

¡Urpay. . .cucuy. . .tanran!

Movido a compasión, dejóla en libertad, suplicándole le sirviera de lazarillo hasta

poder aplacar el hambre y la sed que le atormentaban.

Pasmada la tortolita de haber hallado corazón en un hombre y misericordia en un

niño, ofrecióle unos polvitos blancos con los que debiera cubrir sus heridas; dos cristalitos

de yeso, redondos, para rellenar las oquedades, y un palito con el que debía azotarlas todos

los días.

Así lo hacía, y poco a poco, las tinieblas se le hicieron luz; y ¡vio el Sol!, fanal

perpetuo suspendido en lo alto, que ilumina eternamente el mundo.

Agradecido por tan inesperado beneficio, de rodillas, levantadas las manos al cielo

no sabía qué hacer con la cuculicita.

—Ahora, llévame contigo; no me prives de la libertad, que todos los días cuando la

estrella matutina huya a esconderse, te llamaré:

¡Urpay.. .cucuy.. .tanran!

¡Urpay. . .cucuy.. .tanran!

 

 

-