SOBRE LOS POBRES
(Testimonio)
Un amor en acción
Muchos
se quedaron totalmente sorprendidos al ver cómo una familia de ese nivel no
había comprado trajes ni había organizado fiestas con motivo de la boda.
Después les pregunté: “¿Por qué lo han hecho?”.
Esta
fue la extraña respuesta que me dieron: “Nos amamos tanto que queríamos dar
algo a otros para comenzar nuestra vida en común con un sacrificio”. Me
impresionó mucho el constatar cómo estas personas estaban hambrientas de Dios.
Una manera de manifestarse el amor mutuo era hacer ese sacrificio enorme. Estoy
segura de que los occidentales no pueden entender lo que significa esto. En
nuestro país, en la India, sabemos lo que significa no tener vestidos y fiestas
para la boda. Sin embargo, estos dos jóvenes tuvieron el valor de comportarse
así. Esto es verdaderamente un amor en acción. Y, ¿dónde comienza este amor? En
la propia casa. ¿Cómo comienza? Rezando juntos. Una familia que reza unida
permanece unida. Y, si permanece unida, entonces se amarán unos a otros como
Dios nos ama.
El
valor de compartir
En
una ocasión, por la tarde, un hombre vino a nuestra casa para contarnos el caso
de una familia hindú de ocho hijos. No habían comido desde hacía ya varios
días. Nos pedía que hiciéramos algo por ellos. De modo que tomé algo de arroz y
me fui a verlos. Vi cómo brillaban los ojos de los niños a causa del hambre. La
madre tomó el arroz de mis manos, lo dividió en dos partes y salió. Cuando
regresó le pregunté qué había hecho con una de las dos raciones de arroz. Me
respondió: “Ellos también tienen hambre”. Sabía que los vecinos de la puerta de
al lado, los musulmanes, tenían hambre. Quedé más sorprendida de su
preocupación por los demás que por la acción en sí misma. En general, cuando
sufrimos y cuando nos encontramos en una grave necesidad no pensamos en los
demás. Por el contrario, esta mujer maravillosa, débil, pues no había comido
desde hacía varios días, había tenido el valor de amar y de dar a los demás,
tenía el valor de compartir.
Frecuentemente
me preguntan cuándo terminará el hambre en el mundo. Y yo respondo: “Cuando tú
y yo aprendamos a compartir”. Cuanto más tenemos, menos damos. Cuanto menos
tenemos, más podemos dar.
No
teníamos azúcar
En otra ocasión, en Calcuta, no teníamos
azúcar para nuestros niños. Sin saber cómo, un niño de cuatro años había oído
decir que la Madre Teresa se había quedado sin azúcar. Se fue a su casa y les
dijo a sus padres que no comería azúcar durante tres días para dárselo a la
Madre Teresa. Sus padres lo trajeron a nuestra casa: entre sus manitas tenía
una pequeña botella de azúcar, lo que no había comido. Aquel pequeño me enseñó
a amar. Lo más importante no es lo que damos, sino el amor que ponemos al dar.
Los
pobres necesitan ternura y amor
Ustedes
conocen a los pobres de su zona. Saben que se encuentran precisamente aquí en
Roma, en Nueva York, en Londres y en otros sitios. Nuestras hermanas dan de
comer a los hambrientos de esta ciudad. Hay personas que duermen por las
calles. Quizá se sorprendan al ver a personas como ustedes que duermen
arropados por cartones, temblando por el frío. “¡Esto sí que hace sufrir!”.
Tienen que tener un amor tierno, tienen que reconocer al pobre donde quiera que
vivan.
En
la India, es maravilloso ver a hindúes y musulmanes que se preocupan por los
pobres. También aquí, al igual que en muchos lugares, la gente se hace más
consciente de la necesidad de compartir la alegría de amar.
Pero,
¿dónde comienza este amor? En casa. No podemos dar lo que no tenemos.
Y
yo rezo para que este amor pueda comenzar. La oración da un corazón
transparente. Y un corazón transparente puede ver a Dios. Sólo podemos ver a
Dios si hacemos algo por alguien. Tienen que saber quién es ese “alguien” y
quién lo ha creado. A los pobres no les hace falta demasiado, lo que necesitan
es ternura y amor.
Un
lugar para los moribundos
Una
vez recogí a un hombre en un desagüe abierto en Calcuta. Había visto que algo
se movía en el agua: al quitar la suciedad me di cuenta de que era un hombre.
Lo lleve a nuestra casa para moribundos. Tenemos un lugar para personas en esta
situación. En todos estos años hemos recogido por las calles de Calcuta a 45
mil personas como esta. De estas, 19 mil han muerto rodeadas de amor.
De modo que llevé a aquel hombre a nuestra casa. No blasfemó, no gritó. Su cuerpo estaba totalmente cubierto de gusanos. Lo único que dijo fue: “He vivido toda mi vida en las calles como un animal. Y ahora voy a morir como un ángel, amado y atendido”. Después de tres o cuatro horas murió con la sonrisa en los labios. Esta es la grandeza de nuestra gente.
He
encontrado a Jesús
Últimamente
vienen muchos jóvenes a trabajar a Calcuta con los moribundos, con los
leprosos, o en la casa para los niños. Un día llegó también una muchacha de la
Universidad de París. En su rostro se podía ver una profunda preocupación. Pero
después de algunas semanas de trabajo con los moribundos, dijo: “He encontrado
a Jesús”. “¿Dónde?”, le pregunté. Ella me dijo: “Lo he encontrado en la casa de
los moribundos”. “Y, ¿qué has hecho?”. “Me he confesado por primera vez después
de quince años y he enviado un telegrama a mis padres porque he encontrado a
Jesús”. En sus países, en Europa, en América, no sé si la gente muere de hambre,
pero yo veo una pobreza todavía más difícil de extirpar: la soledad de quienes
son marginados, la sensación de no sentirse deseado, amado, el verse
abandonado. Insisto en que hay que ver, tocar y amar, pues, si no nos aman, no
podemos amar.
La
lámpara está encendida
En
Australia trabajábamos con los aborígenes. Nuestras hermanas van a visitar a
las familias de estas personas que no tienen a nadie que les ayude. Lavan la
ropa, les ayudan a limpiar, etc. Un día fui a la casa de un señor y le pregunté
si podía limpiar su casa. Él respondió: “Yo estoy bien”. Le dije: “Pero estará
todavía mejor si me dejara limpiar”. Pude ver que en la habitación había una
gran lámpara llena de polvo. De modo que le dije: “Nunca enciende esa lámpara”.
“¿Para quién? -me respondió-, durante años enteros nadie ha venido a verme”. “Y,
si las hermanas vienen a verle, ¿encenderá la lámpara?”, le pregunté. Me dijo
que sí. Las hermanas comenzaron a visitarle. Me olvidé totalmente de aquel
hombre y de su lámpara. Tres años más tarde, el señor me mandó a las hermanas
con un mensaje: “Díganle a mi amiga que la lámpara que alumbró mi vida todavía
está encendida”. Ésta es la grandeza de nuestra gente. Si llegamos a conocerlos,
los amamos, y si los amamos realmente, amamos a Cristo. Ciertamente Jesús está
allí. Él lo dijo: tiene que ser así. Y, por este motivo, Jesús se ha hecho pan
de vida para satisfacer su hambre de nuestro amor humano.
De
modo que ayudémonos mutuamente a llevar este amor de Cristo al mundo. El mundo
es lo que espera de nosotros. Enséñenlo a los jóvenes. Ellos quieren hacer
algo. Ayúdenles. Verán que seremos capaces de cambiar esta fase horrenda que
atraviesa el mundo.