En cierto año del siglo XVIII, era
párroco en Yanaquihua el doctor Gaspar de Angulo y Valdivieso. A este, a pesar
de ser joven, buen mozo y de cuerpo vigoroso, no se le conocía, no se le
conocía escándalo alguno; más bien el estudio lo absorbía por completo en mente
y alma.
Un día el cura conoció a Anita
Sielles, una linda joven de veinte primaveras. Desde ese momento, el doctor
Angulo, pastor de almas, comenzó a desatender su rebaño, y los libros empezaron
a cubrirse de polvo y telarañas.
Y como el amor busca
correspondencia, el doctor Angulo no se anduvo con muchos rodeos y cambió los
hábitos por la letanía de Cupido – ¡Anita, Anita, te has apoderado de mi
corazón!-
La carta
Medio año llevaban los amantes en
sus arrullos amorosos, cuando el doctor recibió una carta que lo llamaba a
Arequipa para arreglar la venta de un fundo. La despedida fue muy romántica:
-Te extrañaré.
-¡Anita mía, volveré pronto, no te
preocupes!
El doctor Angulo entró con ventura
a Arequipa. Sin embargo, cuando estaba regresando a Yanaquihua, iba recordando
que, con el dinero de la venta del fundo le había comprado aretes de brillantes,
collares de perlas, vestidos y otros adornos… de pronto una voz interrumpió sus
pensamientos:
- ¡Doctor Angulo! ¡Doctor Angulo!-
era un indio que puso en sus manos un mensaje bastante breve que decía:
“Vuelve, amado mío. El cielo o el
infierno quieren separarnos. Mi alma está triste y mi cuerpo desfallece. ¡Me
muero! ¡Ven, amado mío! Tengo sed de un último beso”.
Demasiado tarde
Al otro día, a la puesta del sol,
se apeaba el doctor Angulo en el patio de la casa parroquial gritando como un
frenético:
-¡Ana! ¡Ana mía!
De pronto una voz le dijo:
- Doctor Angulo, el cadáver de Ana
ha sido sepultado en la iglesia hace pocas horas.
Horas más tarde, e. doctor se dejó
caer en una silla, entregado al dolor mudo. No exhaló una imprecación ni una
lágrima se desprendió de sus ojos. Algunos comentaban:
-¡Pobre doctor! Parece como si
estuviera muerto en vida.
No me resigno a perderla
Pero cerrada la noche, tomó el
azadón, se dirigió a la fosa y comenzó a cavar en la tumba de Anita.
El doctor Angulo sacó el cadáver de
Anita, le puso el vestido de raso carmesí, el collar de perlas y los aretes de
piedras preciosas que le había traído de Arequipa. Así, adornado, sentó el
cadáver en un sillón cerca de la mesa, preparó dos tazas de mate. Tomó la tibia
de ella e hizo una quena y la comenzó a tocar dentro de un cántaro,
arrancándole sonidos lúgubres; llorando su desgracia.
La canción que tocaba era un yaraví
conocido como el Manchay Puito (infierno aterrador). Sus versos nacían de un
alma desesperada hasta la impiedad, estremecían por el arrebato de la pasión;
los perros aullaban alrededor de la casa parroquial y los indios huían
espantados al escuchar el yaraví.
Pasaron tres días sin que el doctor
Angulo saliera de su casa: Al final de estos, cesó la música. Intrigado, un
vecino español saltó la tapia y entró a la casa del enamorado. Encontró
entonces al expárroco muerto abrazado al cadáver de Anita.