EL NEGOCIANTE DE HARINAS
Este era un negociante
en harinas. Cuando salía de viaje se dirigía siempre donde un comprador
conocido. Ambos se dieron la palabra, convinieron en que el vendedor no iría a
ninguna otra parte a alojarse ni que negociaría con gente extraña.
Una vez, el negociante
de harinas salió en viaje de negocio en compañía de un hombre de Sicuani. Salía
después de mucho tiempo. Hacía cerca de medio año que no iba donde su
comprador. Faltando al convenio, había vendido su harina en pueblos lejanos.
Pero esta vez le dijo a su acompañante:
—Tenemos que ir donde mi
comprador.
Y llevó a su compañero
por el camino que iba hacia la casa de su antiguo amigo.
Anochecía mientras
andaban; cayó el sol y era la hora del descanso; entonces dijo el sicuaneño:
—Parece que está aún muy lejos la casa de tu
comprador.
El negociante le
respondió: —No. Ya estamos cerca, muy cerca de la casa de mi comprador.
Y siguió guiando a su
compañero. No quería descansar en ningún otro sitio. Muy lejos, muy lejos,
divisaron una casa. Y el negociante dijo:
—Allá está; ya se ve la
casa de mi comprador.
Su acompañante tenía una
extraña fatiga. Y sin que hubiera motivo empezó a sentir miedo.
—No sigamos. En
cualquiera de estos sitios dejemos las cargas y descansemos —dijo.
—¿Qué? ¿Cómo es posible que
pidas descansar en el campo cuando estamos cerca de una casa? No; sigamos. Ya
vamos a llegar —contestó el negociante.
Y cuando estaba
hablando, una voz de fantasma gritó desde la cumbre de un cerro:
— ¡Oh, mi vendedooor. .
. mi vendedor!
El comprador había
muerto; y como fue condenado, se había hundido en el infierno.
—¿Ves? Mi comprador me
llama. Mi comprador es magnánimo y bueno —dijo el negociante.
Pero su compañero sintió
espanto. Sabía en su corazón que esa voz no era de hombre. El que llamó no
llamó con voz humana. Su grito había sido nasal. Entonces preguntó al
negociante en harinas:
—¿Qué clase de hombre es
aquél que ha podido subir a un cerro tan alto, a esa cumbre?
—Es que mi comprador
tiene ganado. Sus bestias se habrán escapado al cerro y él habrá ido a
buscarlas.
Y nuevamente se oyó el
grito:
—¡Oh, mi vendedooor...
mi vendedor!
El sicuaneño volvió a
decir al negociante:
—No, señor. Imposible;
esa voz no es voz de gente.
En ese momento ya
estaban llegando a la casa del que llamaba. Y el fantasma también venía, bajaba
del cerro, tropezándose con su mortaja, enredándose, enredándose, a cada
instante.
Sobrecogido de terror,
el acompañante entró a la casa del comprador junto con el negociante en
harinas. Apenas llegaron se quitaron los atados que llevaban a la espalda, y
bajaron de las bestias los sacos de harina. La casa estaba deshabitada, vacía;
todas las puertas permanecían cerradas. El negociante derrumbó la pared de
piedras que cerraba la entrada de una de las habitaciones, saltó al interior,
se tendió en el suelo, y se quedó dormido. Mientras tanto, el otro hombre,
amarró las llamas, alineó las cargas en un rincón del patio, y esperó, sentado
en cuclillas, lleno de espanto.
Muy cerca de la casa, volvió a oírse el grito:
—¡Oh, mi vendedooor! ¡Ya
vienes, ya estoy llegando!. . .
El hombre miró la
montaña, y vio que el fantasma rodaba ya por la base del cerro, enredándose,
tropezándose siempre con su mortaja.
Entonces corrió hacia la
habitación donde su compañero y trató de despertarlo; lo sacudió; pero el
negociante siguió dormido; tenía un sueño de piedra.
—¡Ya viene el Condenado!
¡Despierta! —le gritaba. Pero el hombre no oía.
Y desde la ladera
próxima a la casa, gritó nuevamente el fantasma:
—¡Oh mi vendedooor!
¡Tenemos que unir nuestras bocas!
Y el grito final se
alargó en los confines.
Como no pudo despertar
el negociante, el hombre huyó lejos de la casa llevándose sus atados. Pero dejó
bien cercada la puerta de la habitación donde dormía su compañero; le hizo una
pared ancha de piedras. Ya en su refugio, amarró sus llamas, prendió una fogata
y se sentó.
El condenado devoró al
negociante en harinas
El Condenado demoró. Muy
entrada la noche, cuando iba saliendo la luna, llegó; se escurrió en la casa, y
empezó a desatar el cerco que protegía la habitación aquella; piedra tras
piedra desmoronó la pared.
Apenas entró, agarró al
negociante y lo fue devorando. Una sola vez gritó la víctima: iUaaúúú! Después
no se oyó más que el ruido de las mandíbulas del Condenado, el crujido de los
huesos y de la carne que trituraba.
El compañero rezaba y
fumaba, imploraba; tiritando decía: “En seguida vendrá a devorarme a mí”.
Al rayar de la aurora
todo estaba en silencio. No vino el Condenado. El ruido de sus mandíbulas cesó.
Cuando salió el sol y
creció bien el día, corrió el hombre hacia la casa. “Lo habrá devorado el
Condenado, o qué será de él”, decía. Muy despacio se acercó a la puerta de la
habitación, miró por una rendija, hacia el interior y vio: en un rincón estaba
tendido el Condenado, dormía, roncaba ferozmente; del negociante en harina solo
quedaban unos trozos de ropa ensangrentada y unos pedazos de su cuero cabelludo
esparcidos en los suelos.
Entonces, el hombre, en
silencio y con el mayor cuidado, volvió a tapiar la puerta con un cerco muy
duro y firme. Y luego, incendió la casa. Allí hizo arder al Condenado.
Después cargó
rápidamente sus llamas, y se marchó hasta Sicuani, a toda carrera.
Cuando el Condenado
sintió el fuego en su cuerpo, despertó, tumbó el cerco de la puerta y escapó a
saltos. Ardiendo, empavesado, huyó por la montaña, cerro arriba, hacia la
cumbre. Se torno a su lugar de origen, y hasta hoy no ha vuelto.