EL DUENDE DE LA TORMENTA

            EL DUENDE DE LA TORMENTA


Autora: Carlota Carvallo
Cierta vez unos viajeros encontraron cerca de una mina abandonada un muchachito indio dormido. Les llamó la atención que un ser humano estuviera en un paraje tan frío y solitario y trataron de averiguar cómo había llegado hasta allí, pero él permaneció completamente mudo. Le preguntaron el nombre de sus padres, sin obtener respuesta alguna. Los miraba extrañado como si no comprendiera una palabra.

Vacilaron entre dejarlo allí abandonado a su suerte o llevarlo consigo.

Un noble acto

Decidieron esto último y montándolo a la grupa de una de sus cabalgaduras, fueron con él hasta el caserío más cercano.

Allí lo dejaron en manos de una buena mujer, que vivía con cierta comodidad y tenía dos hijos.

Ella lo tuvo en su casita, lo vistió y le dio de comer. Luego le preparó un blando lecho y lo trató con cariño. Pero el chico parecía un animalito del monte, pues no hablaba y miraba con recelo a su protectora.

Después de unos días, pensó dedicarlo a las faenas del campo y le dio un costal para que fuera a cosechar papas, pero el muchacho se puso a dormir y regresó sin las papas y sin el costal.

Al otro día la buena mujer se dijo: «No sirve para la cosecha, pero en algo tiene que ayudar. Hoy lo mandaré a cuidar el rebaño». Y así se lo ordenó. Pero esa tarde el muchacho se presentó con dos ovejas de menos.

Su mayor placer consistía en seguir a los peones que trabajaban en las minas. Se introducía allí sin que nadie se ocupara de él. Amaba la oscuridad y en los días de sol se metía en el rincón más oscuro de la casa.

Lo que sucedió en una noche tormentosa

Una noche se desató una furiosa tempestad. Los truenos retumbaban en las montañas vecinas y el viento rugía en los tejados de las chozas. La mujer y sus hijos se abrazaron llenos de temor. Entonces sucedió una cosa extraordinaria. El muchachito se animó, sus ojos brillaron de alegría.

y empezó a cantar con una vocecita destemplada y chillona, en un idioma desconocido. Luego se puso a bailar agitando los brazos. Sus movimientos se hacían cada vez más rápidos, hasta que de improviso abrió la puerta y se lanzó afuera, perdiéndose entre la oscuridad.

La pobre mujer salió a llamarlo, porque le había tomado cariño, pero el arisco muchacho no regresó nunca más.

Pasó mucho tiempo. Los hijos de la viuda crecieron y fueron mineros, como había sido su padre. Un día hubo un desplome en la mina y uno de ellos quedó sepultado junto con otros operarios. La pobre mujer acudió desconsolada y no quiso moverse en todo el día, esperando que extrajeran a su hijo.

La recompensa del duende

Pero llegó la noche y los mineros abandonaron la tarea. La mina quedó desierta y la pobre mujer permaneció llorando sentada en una piedra. De pronto empezó a retumbar el trueno y a iluminar el rayo, el cielo ennegrecido por la tormenta. Una figura humana se agitó entre la oscuridad. Al pasar cerca de la mujer, esta lo reconoció. Era el muchachito a quien ella había recogido en su casa, hacía tanto tiempo.

Él se detuvo a mirarla y un relámpago iluminó en ese momento el semblante lloroso de la pobre mujer. Entonces le hizo una seña para que lo siguiera y se perdió en la oscuridad de la mina.

La mujer anduvo a tientas, durante un largo rato. El muchacho le indicaba el camino con agudos gritos. Al fin se detuvo y con sus manos afiladas empezó a arañar la dura roca.

Pronto quedó abierto un agujero por donde pudo penetrar. Un rato después volvía con el cuerpo del minero a cuestas. Estaba con los ojos cerrados y parecía muerto. Le sopló en la cara y así lo reanimó. Después se incorporó y pudo andar. El muchacho los guió hasta la entrada de la mina. Los truenos seguían retumbando, pero ya la pobre mujer no tenía miedo, había recobrado a su hijo y se sentía demasiado feliz.

Cuando quiso agradecer al extraño hombrecillo su buena acción, ya este había desaparecido.

A la luz de un relámpago, lo vio alejarse bailando, siempre bailando entre la tempestad.

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