EL DUENDE DE LA TORMENTA
Vacilaron entre dejarlo allí abandonado
a su suerte o llevarlo consigo.
Un
noble acto
Decidieron esto último y montándolo a
la grupa de una de sus cabalgaduras, fueron con él hasta el caserío más
cercano.
Allí lo dejaron en manos de una buena
mujer, que vivía con cierta comodidad y tenía dos hijos.
Ella lo tuvo en su casita, lo vistió y
le dio de comer. Luego le preparó un blando lecho y lo trató con cariño. Pero
el chico parecía un animalito del monte, pues no hablaba y miraba con recelo a
su protectora.
Después de unos días, pensó dedicarlo a
las faenas del campo y le dio un costal para que fuera a cosechar papas, pero
el muchacho se puso a dormir y regresó sin las papas y sin el costal.
Al otro día la buena mujer se dijo: «No
sirve para la cosecha, pero en algo tiene que ayudar. Hoy lo mandaré a cuidar
el rebaño». Y así se lo ordenó. Pero esa tarde el muchacho se presentó con dos
ovejas de menos.
Su mayor placer consistía en seguir a
los peones que trabajaban en las minas. Se introducía allí sin que nadie se
ocupara de él. Amaba la oscuridad y en los días de sol se metía en el rincón
más oscuro de la casa.
Lo
que sucedió en una noche tormentosa
Una noche se desató una furiosa
tempestad. Los truenos retumbaban en las montañas vecinas y el viento rugía en
los tejados de las chozas. La mujer y sus hijos se abrazaron llenos de temor.
Entonces sucedió una cosa extraordinaria. El muchachito se animó, sus ojos
brillaron de alegría.
y empezó a cantar con una vocecita
destemplada y chillona, en un idioma desconocido. Luego se puso a bailar
agitando los brazos. Sus movimientos se hacían cada vez más rápidos, hasta que
de improviso abrió la puerta y se lanzó afuera, perdiéndose entre la oscuridad.
La pobre mujer salió a llamarlo, porque
le había tomado cariño, pero el arisco muchacho no regresó nunca más.
Pasó mucho tiempo. Los hijos de la
viuda crecieron y fueron mineros, como había sido su padre. Un día hubo un
desplome en la mina y uno de ellos quedó sepultado junto con otros operarios.
La pobre mujer acudió desconsolada y no quiso moverse en todo el día, esperando
que extrajeran a su hijo.
La
recompensa del duende
Pero llegó la noche y los mineros
abandonaron la tarea. La mina quedó desierta y la pobre mujer permaneció
llorando sentada en una piedra. De pronto empezó a retumbar el trueno y a
iluminar el rayo, el cielo ennegrecido por la tormenta. Una figura humana se
agitó entre la oscuridad. Al pasar cerca de la mujer, esta lo reconoció. Era el
muchachito a quien ella había recogido en su casa, hacía tanto tiempo.
Él se detuvo a mirarla y un relámpago
iluminó en ese momento el semblante lloroso de la pobre mujer. Entonces le hizo
una seña para que lo siguiera y se perdió en la oscuridad de la mina.
La mujer anduvo a tientas, durante un
largo rato. El muchacho le indicaba el camino con agudos gritos. Al fin se
detuvo y con sus manos afiladas empezó a arañar la dura roca.
Pronto quedó abierto un agujero por
donde pudo penetrar. Un rato después volvía con el cuerpo del minero a cuestas.
Estaba con los ojos cerrados y parecía muerto. Le sopló en la cara y así lo
reanimó. Después se incorporó y pudo andar. El muchacho los guió hasta la
entrada de la mina. Los truenos seguían retumbando, pero ya la pobre mujer no
tenía miedo, había recobrado a su hijo y se sentía demasiado feliz.
Cuando quiso agradecer al extraño
hombrecillo su buena acción, ya este había desaparecido.
A la luz de un relámpago, lo vio
alejarse bailando, siempre bailando entre la tempestad.